lunes, 30 de noviembre de 2009

Cuando acaba noviembre


El paisaje de la niñez deja siempre una huella indeleble. Cuando llega noviembre, la vuelta a casa es siempre más tierna. Esta mañana, al abrir los ojos, la luz era distinta. Era un resplandor opaco que me ha conducido a otro tiempo. Desde la ventana de mi antigua habitación, a través de los cristales, contemplo los montes que rodean la cuenca de Pamplona. A lo lejos, distingo incluso la Sierra de Aralar. Ayer por la tarde, cuando todavía las nubes no habían avanzado tanto, los rayos de sol permitían contemplar el reflejo que los cristales del Santuario proyectan en la cima próxima a Atxueta.

Hoy, sin embargo, un cielo gris, opaco y mortecino tamiza la luz impregnando el paisaje urbano de ese tono tan característico de mi niñez. La lluvia cae constante. De una forma distinta a como lo hace en cualquier otro lugar. Es una cortina ligera, dotada sin embargo de esa fuerza que tienen las mujeres de esta tierra. Fortaleza que no se ve pero que se siente cuando es preciso. Firmeza sostenida que, en su descenso liviano, arrastra las hojas muertas que se agarran a las ramas en un vano intento de prolongar el verano.

La casa de mi niñez, antaño jalonada por escombreras y barro residual, se ubica hoy en medio de un parque donde los mayores y niños se resguardan bajo las moreras en verano y escapan de la humedad en invierno.

Aquí el césped luce siempre verde. De un tono tan intenso que brilla incluso cuando el sol no lo calienta. En las lindes del parque hay moreras y nogales. En una de las esquinas, donde antaño crecieron dos sauces orgulloso a los que acabó doblegando un vendaval, se yerguen hoy tres árboles que unen sus testas rizadas en eternas confidencias.

En el punto más lejano, junto al camino que une dos escuelas, permanecen los pinos que trajeron de otro parque. Son viejos…o no. Tienen cientos de año pero su aspecto, rejuvenecido frente a la caducidad de sus congéneres, hace que luzcan una cubierta permanente de color verde oscuro que sobresale por encima de todas las copas que pueblan el parque. Recuerdo todavía cómo los trajeron. Un convoy escoltado por las fuerzas vivas de la ciudad los trasladó desde su antiguo hogar, ocupado por el ladrillo, a este nuevo entorno construido sobre restos de escombros y porquería. Una grúa enorme los izó hasta su nuevo emplazamiento. Durante meses, unos fuertes tirantes sujetaron a los colosos que, enfermos de añoranza, se encorvaban buscando un camino que les permitiera volver a su antiguo hogar. Meses de cuidados y atenciones consiguieron finalmente lo que la naturaleza se resistía a aceptar y los tres pinos arraigaron finalmente tomando posesión de su nuevo reino.

A lo lejos, agarradas a las cumbres, nubes blancas y grises abrazan la tierra en jirones etéreos e imperfectos.

Quizás lo que más me gusta es la alfombra de hojas que se posa a los pies de los árboles cubriendo no sólo el césped sino el paseo que bordea el parque. Y, volviendo los ojos atrás, recuerdo las carreras arrastrando los pies y levantando montones de hojas bajo las que sólo el pavimento mostraba su cara.

He pensado bajar un rato y volver a arrastrar los pies. Pero ahora tengo miedo. Porque las hojas tapan historias que no quiero recordar.

Y escribo, donde siempre lo hice. En esa cocina que guarda tantas palabras y risas y encuentro y recuerdos….

Fotografía: mía, para variar.

13 comentarios:

  1. Hace mucho tiempo, mucho, que perdí la esencia de lo que era mi casa de infancia. Demasiados traslados supongo y al final un último desarraigo brusco que necesitó de unos cuantos años para poder comprenderlo.
    ¿Sabes?, cada día tengo más claro que intentaré como sea que mis hijos sientan mi casa como la suya. Siempre.

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  2. diciembre tiene los labios fríos y la mirada oscura...pero trae el solsticio en su regazo...besos.

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  3. Inma, yo creo que es fundamental saber dónde tiene uno sus raíces. Independientemente de donde le lleve la corriente. Besos, guapa.

    Me alegro de que te guste, azul.

    Fer, empiezo diciembre esperando que el cierzo del invierno se lleve todas las hojas secas que pueblan mi vida.

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  4. A ver, a ver, pardiez que no me entero, ¿una lamia a la que le da miedo llevar sus dulces pasitos por entre la bellísima hojarasca del otoño?

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  5. No sólo me resulta familiar y próximo el paisaje de la foto y de tus recuerdos, sino que estuve en Altxueta el día que admiraste los reflejos del sol desde la ventana, y bastante cerca, creo, de la cocina donde escribiste estos versos que parecen prosa.

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  6. Oooooooléeeeeeeeeee!!!. ¡Esta es la pluma que se salió del ala para que sirviera de instrumento a una gran escritora!

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  7. Celebrador.... a veces es bueno sentir un poco de miedo. Y tener dudas...

    J. Me produce mucha envidia imaginarte allí. Hace más de un año que estuve por última vez. Era verano, pero el fresco que baja de Atxueta nos hizo contemplar la Barranca bien abrigaditos.

    Carlos, eres muy poco objetivo... pero me gusta.

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  8. Muy buen artículo.Enhorabuena. Saludos.

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  9. ¿que no soy objetivo?. ¡Eso lo dirás tú!. Acaso no eres tú tu peor crítica. ¿a eso le llamarías objetividad?. Me estás cabreando. Pero no te preocupes como no tengo término medio, la próxima será Acida y destructiva, a ver si también te gusta... jeejejjje

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  10. Sí, sentir miedo y dudas es bueno, pero sobre todo es algo muy nuestro

    Abrazotes

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  11. Gracias por visitarme y decirme que numero de participación llevo.

    Saludos

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  12. ANRAFERA, bienvenido a mi hayedo. Espero tu vuelta y tus comentarios. Un abrazo.

    Carlos, no seas tan duro conmigo. Por fa, por fa. Yo solica me basto y me sobro para darme caña. Por cierto, he vuelto... al curro, quiero decir.

    Celebrador, no sé si te lo he dicho alguna vez pero me gustan tus comentarios, ese punto de acidez que a veces pones a las cosas, la cercanía de tus hayas, hermanas de las mías, y, por encima de todo, saber que a pesar de mis (últimamente) continuas ausencias, sigues volviendo a mi casa. Besos.

    Bienvenida también Mayte. Un abrazo.

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