Están todos en la esquina de siempre: la del chino permanentemente apoyado en el quicio de su tenderete; la del locutorio por el que casi todos los árabes del barrio pasan a última hora de la tarde; la de los gitanos, que se nutren de cervezas y coca colas en la tienda del chino, la del bar donde los africanos recalan a última hora, antes de volver a casa. Hoy, además de todos ellos, hay dos coches de la Policía Local. Puedo verlos desde el inicio de la calle mientras regreso a casa después de un tedioso paseo con Luka.
Podría ser una esquina cualquiera, de una calle anónima, de cualquier ciudad. Pero no lo es. La esquina se encuentra en una vía que nace en un parque nuevo. Tan nuevo que los árboles aún son sólo retoños que anuncian lo que algún día serán. Tan reciente que los graffiteros no han tenido tiempo de pintarrajear los bancos y fuentes convirtiendo la zona en una galería improvisada de arte urbano. Este espacio contrasta sin embargo con la calle, que parece dibujada con un fino tiralíneas, y que es vieja, tanto como los abuelos que ahora sestean bajo el primer sol del mes de mayo. Es una calle que nació al abrigo de la fábrica humeante que antes se alzaba donde hoy sólo crecen árboles nuevos y setos ornamentales. A ambos lados de ella construyeron casas baratas, con pisos pequeños en los que se hacinaban familias numerosas y que hoy siguen ocupadas por algunos de aquellos habitantes, por parejas recién casadas que no pueden permitirse otra cosa, también por víctimas de parejas rotas que buscan un hueco para sus recuerdos además de por inmigrantes, orgullosos de una inversión con la que hace unos pocos años ni siquiera hubieran soñado.
En la calle abundan las peluquerías, tres, cuatro o cinco me parece haber contado. Locales de esos pequeñitos en los que los rulos y permanentes a la viaja usanza se pagan a precios que los comercios del centro nunca podrían plantearse. Hay dos quioscos. Abren a las ocho, cierran a la una y media; vuelven a abrir a las cinco y cierran a las ocho y media. Aunque el horario de la tarde a veces se alarga si la profesora más nueva encarga a los alumnos algunos cuadernos que sólo el paciente quiosquero está dispuesto a vender. El otro, el desagradable, cierra a su hora, nunca espera a los chavales. Sin embargo, es el único que siempre tiene las últimas novedades en cromos y muñecos.
Hay también dos bares. Antes eran tres pero uno cerró. Sin previo aviso. Y dejó huérfanos de café, charla y partida a los viejos parroquianos que, no obstante, pronto encontraron acomodo en el nuevo local que abrió un chino. No el de la esquina de siempre sino otro que llegó, pintó la fachada, limpio el interior, lo adecentó y abrió un local en el que ahora, todos los domingos, anuncia el partido del canal plus, caña y tapita por dos euros.
El otro chino, el de la esquina de siempre, tiene un garito en el que el género se sostiene en el centro de la tienda en montones imposibles: bombonas de agua, botellas de aceite, vino, leche, zumos infantiles, arroz, lentejas, pan, refrescos, cervezas cuya marca debe ser conocida en algún país tan lejano y desconocido como el satélite de un planeta. Es un local minúsculo. En el que su dueño casi no cabe. Parece no importarle porque pasa la mayor parte del tiempo en el exterior. Vigilante. Con el cigarrillo constantemente colgando de la comisura de la boca. Tan vigilante como parece estar Manuel, el del segundo piso de la casa de enfrente. También pasa las horas muertas contemplando la calle. Es desde hace tiempo, así al menos lo cree él, responsable de avisar a la policía al menor atisbo de lío en la esquina. Manuel hace sus guardias acompañado por Gilda, la rotweiler que le ha regalado su hijo. La presencia constante de la perra parece haber calmado los improperios que los habitantes de la esquina le lanzaban últimamente cada vez que la policía, Local o Nacional, hacía su aparición en la esquina.
Hoy también está apostado en la ventana. Y Gilda ladra embravecida mientras los de la Local identifican a cuatro gitanos y dos árabes que vociferan frente al chino.
Los líos son siempre los mismos y con un mismo denominador común: el chino y los gitanos; los gitanos y los árabes, los africanos y los gitanos. Los gitanos, no obstante, son tan consubstanciales a la calle como lo fue un día la fábrica que dio origen al barrio.
Es una esquina puntual pero podría ser ya como la de cualquier ciudad....
ResponderEliminarCreo que te viniste a la esquina de mi casa para dibujarla con tus palabras...
Muy bien escrito
Un saludo
Puedo ver ese barrio a través de tus palabras. Un abrazo
ResponderEliminarGracias, Azul. Y me gusta mucho esa idea de dibujar con palabras.
ResponderEliminarGracias a tí también, Amam. La imaginación es así.
No hace mucho que pasé por una zona igual a la que describes, y además de todo ello hay esperanza en las gentes que han venido a buscar cómo sobrevivir.
ResponderEliminar