Ayer
conocí al protagonista de una historia digna de ser contada. Me temo que a
estas horas, sin embargo, el pobre habrá muerto ya o estará a punto de hacerlo.
Hubo
una vez una familia, que tenía una gata, que tuvo cachorros.
La
familia tuvo que trasladarse de residencia y soltó al protagonista de nuestro
relato en un lugar de la Isla Roja.
Aquel
gatito gris, redondo y pequeño, fue poco a poco creciendo hasta convertirse en
un gato adulto.
En su
devenir por la zona, se acostumbró a frecuentar un bar en el que, contra los
deseos de su propietario, trabajadores y clientes alimentaban al animal.
Mucho
más fiel que los humanos que lo abandonaron a su suerte, cada atardecer acudía
al establecimiento para reclamar su alimento.
Le
gustan las salchichas y el jamón de york. Y dejarse acariciar por aquellos que,
bajo amenaza de despido, han seguido alimentándolo durante más de nueve años.
Han
cambiado los clientes, los empleados, ha pasado el tiempo. Pero el minino, que
tiene un nombre que no me fue dado conocer, ha seguido fiel a sus visitas.
Sin
embargo, algunos vecinos, molestos por la proliferación de animales en el
entorno, decidieron colocar un veneno que, desgraciadamente, el protagonista de
la historia ingirió.
Cuando yo
conocí al gatito, era ya un gato agonizando. Lloraba la PERSONA que durante
casi tres años ha cuidado de él. Escuálido, desfigurado por el veneno y
hambriento, se dejaba acariciar por alguien que se arriesgaba a sufrir la cólera
de su jefe. El gato le ofrecía su testuz. El humano, quizá expiando la crueldad
de sus primero amos, le reconfortaba en su agonía.
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